Casa de la Hacienda de San Nicolás Tolentino
Agustín Rojas Vargas
Cronista de Culhuacán
Durante los tres siglos que duro la Colonia, el pueblo siguió sufriendo el despojo de sus tierras y manantiales, por parte primero de los encomenderos y después por los hacendados que, auxiliados por algunos malos clérigos, lograron que los Culhuacanenses rápidamente ingresaran a la filas de los parias y derrapados, dejándolos en condiciones únicamente para servir en las haciendas en calidad de esclavos sumisos y callados, a quienes únicamente los movía la necesidad de obtener algo para llevar a sus casas, para alimentar a su familia, y dar cumplimiento a las enseñanzas de humildad, respeto, y paciencia de la nueva religión.
Los nuevos métodos de trabajar la tierra y el uso indiscriminado del agua acabó con sus abastecimientos, después la constante contaminación de los canales llegó a tal grado de convertirlos en una cloaca en los que se arrojaban los materiales fecales, los cadáveres de animales, los desperdicios orgánicos de las tenerías y mercados, y como nadie se preocupara de limpiarlos ni darles mantenimiento se convirtieron en grandes focos de infección, con sus respectivos insoportables olores, obligando a que el Valle fuera desecado y Culhuacán perdiera sus chinampas.
Humboldt en 1804 comentó: que el salario anual de un jornalero del campo apenas bastaba para cubrir la necesidad más apremiante de la familia, la alimentación, basada en maíz, frijol y chile, la carne era artículo de lujo; sin embargo, así seguía trabajado y produciendo riqueza para sus amos y sus sacerdotes.
Llegó el año de 1910 y Culhuacán estaba invadido y rodeado por las haciendas, San Antonio Coapa, la Soledad y San Nicolás Tolentino, Dolores y Guadalupe, en todas trabajaron nuestros abuelos, y las condiciones de trabajo fueron injustas, los pretextos abundaban para pagar poco, mal o nunca.
Los sábados se les rebajaban dos pesos para pagar la misa de los domingos, para comprar la cera y el vino, por esta razón la mayoría de los peones se oponía a ser participe de actos litúrgicos,
Quienes trabajaron en las haciendas nos dicen que el conjunto de los edificios centrales de una hacienda, estaba rodeado por una pared alta y gruesa de piedra oscura apuntalada por contrafuertes al que se le llamaba el “casco”. En él estaba la casa del propietario donde se podría disfrutar de casi todas las comodidades de la vida moderna: luz eléctrica, baños de agua tibia, salón de villar, salas espaciosas, enorme comedor y numerosas recámaras; todo amueblado con lujo, y a veces de mal gusto. La del administrador disponía de todo lo necesario para su familia. Fuera de él, el extenso campo de labor y la aglomeración de casas donde vivían los peones, a la que llamaban la “cuadrilla”.
“En contraste con el casco, la cuadrilla era miserable, sus casas parecían improvisadas y estaban construidas con los más increíbles e inadecuados materiales. Eran cuartos de adobe, sin ventanas, con una puerta. Allí dormía en el suelo toda la familia, allí también se cocinaba en un fogón, se hacían las tortillas y la comida en cazuelas y se servía en burdos jarros y platos de barro. Los peones, mujeres y niños, estaban llenos de piojos, vestidos de sucios harapos, descalzos y comidos por las fiebres.
La tienda de raya ocupaba un papel importantísimo en aquella organización, allí se vendía al peón y a su familia la manta, el percal, el jabón, el maíz, el frijol, el aguardiente y por supuesto otras mercancías a precios generalmente más altos que los del mercado y no siempre de buena calidad.
El jornal se pagaba con mercancía y sólo cuando sobraba un poco solía completarse con monedas de curso legal. En la tienda de raya se llevaba al peón cuenta minuciosa de sus deudas, las cuales pasaban de padres a hijos y jamás podían extinguirse, entre otras razones, porque las necesidades elementales del peón y su familia no podían llenarse con el exiguo jornal y al hacendado le convenía tener peones adeudados porque así le era fácil tenerlos arraigados a la tierra y explotarlos mejor.
Por otra parte, la iglesia desempeñaba un papel de indudable significación. Allí estaba el cura para guiar el rebaño por el buen camino; allí estaba para hablar a los desdichados, a los miserables, a los hambrientos de la resignación cristiana y de las delicias que les esperaban en el cielo, al mismo tiempo de los tormentos del infierno, para los desobedientes, para aquellos que no acatan con humildad las órdenes de los amos. Y si la coerción económica de la tienda de raya y la coerción moral del cura no resultaban suficientes para mantener en la obediencia al jornalero, entonces ahí estaba la cárcel, la cárcel del hacendado y los castigos corporales para someterlo; allí estaba el inmenso poder del propietario para enviar al rebelde a formar parte en las filas del ejército de forzados del porfirismo o el destierro a las haciendas de Yucatán y Quintana Roo de donde jamás volvían.
Un hacendado vivía mejor de lo que podía vivirse desde el punto de vida material. Se sentía aristócrata, perteneciente a una especie zoológica privilegiada, tenía clara conciencia de su grandeza y su poder, era inculto, católico por rutina o conveniencia y Porfirísta convencido por ambas cosas.
Esa minoría afortunada y dichosa, en cuanto al goce de bienes materiales, se consideraba como la única depositaria de la decencia y de las buenas maneras, vestían bien, eran ricas y no demasiado morenas. Había relación entre la decencia, la riqueza, y el color de la piel; una solapada discriminación racial herencia de siglos.
Durante el régimen Porfirísta no hubo libertad política ni libertad de pensamiento, no olvidemos el lema del gobierno: “poca política y mucha administración”, sólo que la administración no tuvo en cuenta a la masa trabajadora; no se ocupó de los pobres sino únicamente de los ricos: de los ricos nacionales y extranjeros.
Las huelgas estaban prohibidas y se castigaba con severidad a quienes en alguna forma pedían aumento de sueldo o la reducción de la jornada de trabajo como sucedió en Cananea y Río Blanco.
Al informarse mi Pueblo de los principios de la Revolución, que eran contra la tiranía, Culhuacán ayudó al ejército Zapatista proporcionando hombres, poniendo a su disposición maíz, fríjol, legumbres y frutas para su alimentación, así como alojamiento para pernoctar en la escuela, el exconvento, y en algunas casas particulares.
Las ideas de Zapata removieron en los habitantes de Culhuacán el aborrecimiento a los hacendados y brotó el deseo de venganza y la esperanza de recuperar las tierras que con gran sacrificio les legaron sus antepasados; se decidieron a ayudar a los revolucionarios, al recordar el menosprecio sufrido por el dictador Porfirio Díaz cuando demandaban justicia, para protegerse de la voracidad, de aquel pulpo terrateniente que los dejaba en la miseria, sin un pedazo de tierra donde sembrar, donde poder cazar para comer o recoger y traer leña para cubrir sus necesidades.
Ante tal solicitud de justicia sólo recibían la indiferencia, pero si insistían se convertían en reos y entonces se aplicaba la persecución, la prisión y en algunos casos el enrolamiento en el ejército o el destierro a las haciendas de Valle Nacional de donde no volvían jamás. Ya no era posible seguir sufriendo las amenazas y malos tratos de los caciques del pueblo, todos impuestos por el gobierno, quienes al menor desaire a sus caprichos denunciaban a sus vecinos, por faltarles al respeto, y por la gravedad de la falta fueran desterrados para quedarse con sus pocos bienes.
Las injusticias que sufrían los peones por parte de los hacendados y la falta de interés de los gobiernos civil y eclesiástico para entender y resolver la crítica situación de los ciudadanos, como es su obligación, y no aprovechar los fueros unos o los sermones de humildad los otros, para abusar de las familias que tenían necesidad de trabajar para obtener honradamente su alimentación y vestido.
Por eso en Culhuacán fueron varios ciudadanos los que se enrolaron en las filas revolucionarias y varios los que tomaron parte en el saqueo de las haciendas que estaban a su alrededor, lo que será tema a tratar en otra oportunidad en que disponga.
Los nuevos métodos de trabajar la tierra y el uso indiscriminado del agua acabó con sus abastecimientos, después la constante contaminación de los canales llegó a tal grado de convertirlos en una cloaca en los que se arrojaban los materiales fecales, los cadáveres de animales, los desperdicios orgánicos de las tenerías y mercados, y como nadie se preocupara de limpiarlos ni darles mantenimiento se convirtieron en grandes focos de infección, con sus respectivos insoportables olores, obligando a que el Valle fuera desecado y Culhuacán perdiera sus chinampas.
Humboldt en 1804 comentó: que el salario anual de un jornalero del campo apenas bastaba para cubrir la necesidad más apremiante de la familia, la alimentación, basada en maíz, frijol y chile, la carne era artículo de lujo; sin embargo, así seguía trabajado y produciendo riqueza para sus amos y sus sacerdotes.
Llegó el año de 1910 y Culhuacán estaba invadido y rodeado por las haciendas, San Antonio Coapa, la Soledad y San Nicolás Tolentino, Dolores y Guadalupe, en todas trabajaron nuestros abuelos, y las condiciones de trabajo fueron injustas, los pretextos abundaban para pagar poco, mal o nunca.
Los sábados se les rebajaban dos pesos para pagar la misa de los domingos, para comprar la cera y el vino, por esta razón la mayoría de los peones se oponía a ser participe de actos litúrgicos,
Quienes trabajaron en las haciendas nos dicen que el conjunto de los edificios centrales de una hacienda, estaba rodeado por una pared alta y gruesa de piedra oscura apuntalada por contrafuertes al que se le llamaba el “casco”. En él estaba la casa del propietario donde se podría disfrutar de casi todas las comodidades de la vida moderna: luz eléctrica, baños de agua tibia, salón de villar, salas espaciosas, enorme comedor y numerosas recámaras; todo amueblado con lujo, y a veces de mal gusto. La del administrador disponía de todo lo necesario para su familia. Fuera de él, el extenso campo de labor y la aglomeración de casas donde vivían los peones, a la que llamaban la “cuadrilla”.
“En contraste con el casco, la cuadrilla era miserable, sus casas parecían improvisadas y estaban construidas con los más increíbles e inadecuados materiales. Eran cuartos de adobe, sin ventanas, con una puerta. Allí dormía en el suelo toda la familia, allí también se cocinaba en un fogón, se hacían las tortillas y la comida en cazuelas y se servía en burdos jarros y platos de barro. Los peones, mujeres y niños, estaban llenos de piojos, vestidos de sucios harapos, descalzos y comidos por las fiebres.
La tienda de raya ocupaba un papel importantísimo en aquella organización, allí se vendía al peón y a su familia la manta, el percal, el jabón, el maíz, el frijol, el aguardiente y por supuesto otras mercancías a precios generalmente más altos que los del mercado y no siempre de buena calidad.
El jornal se pagaba con mercancía y sólo cuando sobraba un poco solía completarse con monedas de curso legal. En la tienda de raya se llevaba al peón cuenta minuciosa de sus deudas, las cuales pasaban de padres a hijos y jamás podían extinguirse, entre otras razones, porque las necesidades elementales del peón y su familia no podían llenarse con el exiguo jornal y al hacendado le convenía tener peones adeudados porque así le era fácil tenerlos arraigados a la tierra y explotarlos mejor.
Por otra parte, la iglesia desempeñaba un papel de indudable significación. Allí estaba el cura para guiar el rebaño por el buen camino; allí estaba para hablar a los desdichados, a los miserables, a los hambrientos de la resignación cristiana y de las delicias que les esperaban en el cielo, al mismo tiempo de los tormentos del infierno, para los desobedientes, para aquellos que no acatan con humildad las órdenes de los amos. Y si la coerción económica de la tienda de raya y la coerción moral del cura no resultaban suficientes para mantener en la obediencia al jornalero, entonces ahí estaba la cárcel, la cárcel del hacendado y los castigos corporales para someterlo; allí estaba el inmenso poder del propietario para enviar al rebelde a formar parte en las filas del ejército de forzados del porfirismo o el destierro a las haciendas de Yucatán y Quintana Roo de donde jamás volvían.
Un hacendado vivía mejor de lo que podía vivirse desde el punto de vida material. Se sentía aristócrata, perteneciente a una especie zoológica privilegiada, tenía clara conciencia de su grandeza y su poder, era inculto, católico por rutina o conveniencia y Porfirísta convencido por ambas cosas.
Esa minoría afortunada y dichosa, en cuanto al goce de bienes materiales, se consideraba como la única depositaria de la decencia y de las buenas maneras, vestían bien, eran ricas y no demasiado morenas. Había relación entre la decencia, la riqueza, y el color de la piel; una solapada discriminación racial herencia de siglos.
Durante el régimen Porfirísta no hubo libertad política ni libertad de pensamiento, no olvidemos el lema del gobierno: “poca política y mucha administración”, sólo que la administración no tuvo en cuenta a la masa trabajadora; no se ocupó de los pobres sino únicamente de los ricos: de los ricos nacionales y extranjeros.
Las huelgas estaban prohibidas y se castigaba con severidad a quienes en alguna forma pedían aumento de sueldo o la reducción de la jornada de trabajo como sucedió en Cananea y Río Blanco.
Al informarse mi Pueblo de los principios de la Revolución, que eran contra la tiranía, Culhuacán ayudó al ejército Zapatista proporcionando hombres, poniendo a su disposición maíz, fríjol, legumbres y frutas para su alimentación, así como alojamiento para pernoctar en la escuela, el exconvento, y en algunas casas particulares.
Las ideas de Zapata removieron en los habitantes de Culhuacán el aborrecimiento a los hacendados y brotó el deseo de venganza y la esperanza de recuperar las tierras que con gran sacrificio les legaron sus antepasados; se decidieron a ayudar a los revolucionarios, al recordar el menosprecio sufrido por el dictador Porfirio Díaz cuando demandaban justicia, para protegerse de la voracidad, de aquel pulpo terrateniente que los dejaba en la miseria, sin un pedazo de tierra donde sembrar, donde poder cazar para comer o recoger y traer leña para cubrir sus necesidades.
Ante tal solicitud de justicia sólo recibían la indiferencia, pero si insistían se convertían en reos y entonces se aplicaba la persecución, la prisión y en algunos casos el enrolamiento en el ejército o el destierro a las haciendas de Valle Nacional de donde no volvían jamás. Ya no era posible seguir sufriendo las amenazas y malos tratos de los caciques del pueblo, todos impuestos por el gobierno, quienes al menor desaire a sus caprichos denunciaban a sus vecinos, por faltarles al respeto, y por la gravedad de la falta fueran desterrados para quedarse con sus pocos bienes.
Las injusticias que sufrían los peones por parte de los hacendados y la falta de interés de los gobiernos civil y eclesiástico para entender y resolver la crítica situación de los ciudadanos, como es su obligación, y no aprovechar los fueros unos o los sermones de humildad los otros, para abusar de las familias que tenían necesidad de trabajar para obtener honradamente su alimentación y vestido.
Por eso en Culhuacán fueron varios ciudadanos los que se enrolaron en las filas revolucionarias y varios los que tomaron parte en el saqueo de las haciendas que estaban a su alrededor, lo que será tema a tratar en otra oportunidad en que disponga.
Troje de la Hacienda de San Nicolás Tolentino
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